Susurro de los molinos de viento I - El Nata y la Sin Destino

Por Ivan, 20 Noviembre, 2009
Molino de viento

Fue la tortilla de rescoldo, Norma. La tortilla que doña Lastenia sumergió en la ceniza y cubrió con las brasas al rojo vivo para que se cociera. Nunca he vuelto a comer un pan tan bueno como el de la vieja de la cabeza blanca. Me lo hacía cuando yo era niño, demasiado pequeño todavía. Entonces acudía a su casa, una media agua construida de adobes y techo de zinc, la longeva me contaba esos cuentos fantásticos de demonios y apariciones increíbles que muchas veces no alcanzaban a colmar mi imaginación. La tetera hirviendo en el brasero, tomábamos yerba mate y comíamos pan. La boca desdentada no dejaba de hablar, de relatar aquellos pasajes que jamás han podido borrarse en el tiempo. Las palabras se escapaban de la boca vacía de doña Lastenia porque yo la conocí sin dientes, igual que su hijo a quien todos apodan El Nata.

Perdió la dentadura de tanto beber, ahora tiene el rostro colorado. Dicen que hace mucho que no tiene hígado, lo que le queda se coció con el alcohol. Alguna vez estuvo preso, dicen que robó pero él pagó su deuda con la sociedad. El Nata aprendió a hacer zapatos en la cárcel, pasó un buen tiempo encerrado, acosado por su propio arrepentimiento pero rumiando secreto desquite, acumulando un resentimiento social que no le dejaría tranquilo el resto de sus días. Buen Zapatero El Nata, habla con su propia filosofía de la vida mientras conversa con los clientes y amigos en su modesto taller. Sentado, pasando la cera con olor a miel de abejas por el hilo que servirá para la costura, en un pequeño banco de madera, claveteando habilidad, remojando la suela en una fuente de agua, escuchando música, canciones mejicanas, La Mochila Azul y otras. Aquellas letras que El Nata por las noches empapa con cerveza y hunde junto con sus recuerdos: La Sin Destino que nunca se le ha ido de la memoria, la mujer –de nombre Eliana- que un día llegó a Punitaqui cuando recién había cumplido diecisiete años.

Con la decisión de vender su belleza fresca, asomó en compañía del Lolo Neira (nieto de doña Rosa Neira), se lucía con ella, era demasiado jovencita. La conocí como a las nueve de la noche, con la brisa del aire veraniego, Lolo la llevó a la huerta de mis amigos Beto, Ñelo y Manolo, también estaban mis dos hermanos, yo era el conchito, de 11 años. Ahí estaba la mujer, sentada en una de las camas que los amigos acomodaban para dormir bajo una ramada en los meses de enero y febrero, para que no robaran las frutas y los choclos. Yo tenía que llegar a mi casa a las 11, como máximo, era la hora tope que imponía mamá. Recuerdo a la Sin Destino risueña con un vestido de seda estampado, de colores mezclados, tez blanca y dientes blanquísimos, labios pintados, bien cargados de rouge, conversación fácil pero hueca, llamaba la atención de todo el mundo porque era la puta nueva que aún no abandonaba la adolescencia. Ella no conocía otra forma de ganarse la vida. Al principio fueron algunos de los profesores jóvenes que empezaron a desfilar por la puerta de su cuarto, después los mineros que por montones acudieron al lugar, incluso de los alrededores, a kilómetros de distancia. La voz se regó incontrolable: «en el pueblo hay una chica nueva, jovencita. Es fantástica para la cama. Ella borra todos los amores ingratos».

Todos quisieron pasar por esa adolescente, medir las fronteras de su cuerpo de pechos pequeños y turgentes, de la risa fácil; sentir la cascada de su cabello con olor a lavado con «quillay» y saber del sabor de su boca roja que mostraba dos hileras de dientes blanquísimos. Fueron cientos los que sucumbieron y se abrasaron en el calor de sus muslos, en su pubis de durazno de vellos ensortijados y negros, donde quién sabe cuántos bebieron la tibieza de su libido. Nadie sabe de dónde salió el apodo, pero en un momento cobró su origen y se regó por los confines de Punitaqui: «ésa es zorra sin destino». Y todos comenzaron a llamarle La Sin Destino. En las noches oscuras, su cuarto parecía que tenía vida. Era invadido por las voces y risas, por la música de alto volumen, y el entrechocar de las copas de vino. A veces salía un borracho que vaciaba el contenido de su estómago en plena calle, instantes después volvía a desaparecer detrás de la puerta. El mismo bullicio, la misma alegría. Pasada las doce, casi siempre se hacía el silencio. El galán abandonaba su rincón de amor furtivamente, en la madrugada, un poco más lúcido, trastrabillando todavía. Los varones tenían la creencia que la hembra los hechizaba. Quien dormía con ella, tenía que seguir haciéndolo, aunque no tuviese dinero porque cuando ello sucedía, el visitante se endeudaba para visitarla. La tentación por ver a la muchacha era mucho más fuerte.

Un día un minero vio con curiosidad que le apareció una gotita blanquecina en el momento de orinar. No le dio importancia. Al mediodía, ahí estaba la gotita, tímida pero asomaba. A las cuarenta y ocho horas sentía clavadas y molestias que empezaron a ser insoportables. A los cuatro días había una larga cola de trabajadores en el policlínico de la mina. «La hembra me “pringó“. La Sin Destino tiene gonorrea», eran las frases, uno más preocupado aún, dijo: «¡a lo mejor es sífilis!». El médico tuvo trabajo y se le agotó el reducido stock de penicilina. Una esposa afectada hizo la denuncia y por la tarde cayeron dos carabineros donde la chica. De nada valieron las insinuaciones ni el dinero que sacó de una funda plástica. Al principio fue la sonrisa y las frases pegajosas como el sudor de la tarde, luego los insultos. Finalmente la llevaron detenida. Pasaron diez días y nadie supo nada. Dijeron que llevaron a La Sin Destino a la ciudad para someterla a numerosos chequeos. Le aplicaron un intenso tratamiento y transcurridas cuatro semanas apareció con la misma belleza, con la misma sonrisa que dibujaba descuidadamente en sus labios. Y todo fue igual. Otras vez las visitas, la música y el vino. Antes de tres días todo fue normal.

Durante la ausencia, El Nata también debió recurrir a los antibióticos. Con nostalgia recordaría a La Sin Destino, sus caricias con tarifas, sus palabras, ese montón de frases que le decía rostro a rostro, contra la almohada mordiendo las promesas en el cuello hasta que se hacía rojizo. El Nata además de enfermo, estuvo triste, silencioso. Por momentos daba martillazos a la suela buscando un desahogo, con la lezna abría agujeros y ponía las puntadas en el cuero. El Nata volvió a ser él cuando asomó La Sin Destino. Fue el primero que golpeó su puerta y permaneció adentro un fin de semana completo. Se quedó sin un centavo. Gastó todo lo que tenía, lo que había reunido como producto del trabajo de un par de semanas. Estuvo feliz.

El Nata –mucho más importante el apodo que su verdadero nombre- se llamaba Sergio Aracena, era el segundo de tres hermanos varones, el mayor se llamaba Jorge y el menor Omar, conocido como Maringo, demasiado veloz, creo que corriendo a pies nadie competía con él en la escuelita número 16. El Nata, demasiado especial no solo en el cuadro familiar sino todo un personaje en la vida del pueblo de Punitaqui. Podía ser respetuoso en el trato y también irreverente cuando algo lo molestaba, entonces hablaba claro, solía decir “no me hable así porque podemos disgustarnos”. No era pendenciero ni buen puñetazo, pero sí gran bebedor, creo que era primo del Caco y éste sin duda, en una etapa, bebía menos que él, al final los dos se convirtieron en bebedores empedernidos. El Nata asistió a la escuela del pueblo donde completó la enseñanza primaria, de primera a sexta preparatoria en esos tiempos, recibió clases con los mismos profesores que impartieron sus enseñanzas a decenas de alumnos, a generaciones de muchachitos que hoy recordarán que en esas épocas enseñaban de verdad, cuando en la escuelita pueblerina de niños había solo tres maestros don Altemiro Fonfach, doña Inés Miranda (esposa del primero) y doña Laura Vilches Araya, esposa de don Hugo Véliz quien llegó a ser nonagenario al partir de este mundo, incluso había contraído nuevas nupcias después de su viudez. Con esas dos profesoras en aquella época, todos aprendimos las primeras letras, ellas nos enseñaron a leer y a escribir, empleaban el Silabario Hispano Americano y otro texto más elemental, El Ojo. Después tuve otro maestro que me parecía muchísimo mejor, brillante, recién graduado en la normal de Copiapó, de una verdadera mística para enseñar, de carácter y paciencia extraordinarios, Lolo Valdivia. Hombre pausado, no muy alto, tampoco flaco, ahora que lo pienso, siento que fue tenaz en sus sentimientos y decisiones frente a la vida. En mis recuerdos lo admiro profundamente.

El Nata no era un buen jugador de bolitas y sobretodo nunca fue buen perdedor, podía hacer trampas aprovechándose de cualquier situación en su favor pero jamás aceptaba la derrota. Junto a la casa de El Nata se concentraba un montón de niños, en plena vereda polvorienta, a él le gustaba jugar al trompo y armar el juego que –si mal no recuerdo y no estoy confundido- llamaban “la cama de la choca”, un círculo grande donde todos los participantes hacían bailar el trompo que giraba y giraba hasta perder todo el impulso y, sin que el dueño lo tocase, si lograba salir de ese círculo bien marcado en la tierra, el jugador continuaba jugando con ese mismo trompo gozando de la oportunidad de volver hacerlo bailar apuntando con la púa a cualquiera de los otros trompos que quedaban muertos dentro del mencionado círculo. Los trompos inmóviles solo salían de él a puazos. Generalmente los niños hablaban de “jugar a los garrapones”. Si alguien llegaba con un trompo nuevo, ése era el más cotizado, todos apuntaban hacia él para darle el puazo y hacerle un orificio que –si era considerable- lo llamaban “calichera”. Cuando el trompo no era de buena madera, a veces se partía en dos.

Los días sábados, aprovechando que no había clases, El Nata trataba de entusiasmar a cualquier amigo para ir a los cerros en busca de liebres, más de alguna vez me contagió de su afición y llevaba los dos perros gordos de mi casa que corrían detrás de ellas sin ningún resultado. Debo confesar que ése no era mi mundo. El Nata de adolescente y adulto llegó a ser muy buen ciclista y ganó varios circuitos que realizaban en la calle larga en ciertas festividades, todo un acontecimiento, entonces los moradores se ubicaban en la puerta de su casa para espectar cómodamente el paso de los ciclistas, a su favorito le ayudaban echándole un poco de agua cuando hacía mucho calor. Más de alguna vez El Nata demostraba su energía y habilidad ganando la competencia con la caña mala luego de una noche de juerga. Se podría decir que su mundo estaba sumergido en las bicicletas y los zapatos.

El padre de El Nata era don Alamiro, único vendedor de helados en otros tiempos, los hacía de dos tipos: de canela y de leche, vendía el barquillo pequeño y el grande, se me vienen a la memoria los precios: 20 centavos el chico y el grande a un peso. Si al cliente se le ocurría llevar un vaso común, tamaño vinero, y lo pedía lleno, debía pagar cinco pesos. El mejor helado era el de leche, batida con los ingredientes en una máquina manual, muy sencilla, que giraba rápidamente con la ayuda de una pequeña manivela con sistema de engranajes que se manejaba sin parar hasta que el helado dejara de ser líquido. Don Alamiro podía decir: “gancho, ayúdeme a cortar helados y gánese un barquillo grande”. El apodo del veterano era “mascalatabaca”, pasaba mascando tabaco molido, haciendo movimientos característicos con la boca y mandíbulas, inclusive durante una conversación. Nunca conocí a fondo su historia, pero era un punitaquino. Todavía me parece oír su grito caminando a pasos cortos por la calle, pantalones a rayas, anchos sujetos con una faja blanca y sombrero, delante del burro que halaba la carreta cargada de helados: “¡a tomar helaito, a tomar helaito!”.

Y mientras El Nata hacía picardías, doña Lastenia –su madre- le metía puntadas con los palillos a los cubrecamas tejidos con lanas multicolores, la vieja daba forma a su habilidad para mitigar sus propios sufrimientos. “Mi niño”, solía decir y echaba unos cuantos lagrimones. Quizás se desquitaba de la impotencia azotando la lana de borrego con una varilla de membrillo para fabricar mullidos colchones sobre pedido, era famosa para realizar esa artesanía, el cliente mandaba y había que cumplir sus deseos. El Nata era el oveja negra pero seguramente el hijo más querido de doña Lastenia, vieja bondadosa del alma bella, de sencilla e inconmensurable riqueza interior así fuese analfabeta, la misma que debía recurrir a la vecina para que leyera por ella alguna carta llegada de lejos. Tenía una devoción única por la Virgen de Andacollo y cuando podía, iba a las fiestas en la temporada navideña. “Estoy juntando plata, hijo, para ir a ver la Virgencita, tengo que cumplir con la manda”, solía decirme entre mate y mate cuando la visitaba ratos largos. Y para cumplir con la Virgen ponía más empeño en terminar los pedidos.

El dormitorio de doña Lastenia era sencillo, no me olvido que había unas cuantas alcancías de yeso con figuras de animales de colores vistosos, un perro, una vaca, un conejo, un gallo, un cerdo o una gallina, adornos traídos de los viajes de la veterana según el festejo celebrado, lo mismo podía ir a la fiesta de La Higuera, El Peral, Manquehua o Andacollo. Ese cuarto tenía estampas de la Virgen, choapinos de colores, un cubrecama multicolor tejido por ella misma, sábanas impecablemente blancas, unas cuantas frazadas o cobijas seguramente compradas en algún almacén de la ciudad de Ovalle, la vieja no soportaba el frío, dormía bien abrigada en su lecho con un colchón de lana de oveja hecho por su propias manos. Ella misma preparaba la lana, la lavaba, la secaba al sol varios días y luego quitaba con toda paciencia las impurezas, no quedaba una sola, incluso la apaleaba hasta dejarla suave, limpia, antes de rellenar- también a mano- el colchón. Todavía me parecer ver a doña Lastenia envuelta en un chal negro o gris de lana, con flecos, la cabeza amarrada con una prenda que hacía el papel de pañuelo pero que en ningún caso era pañuelo, hecho de paño o tela de color blanco que en otras épocas servía para hacer toallas con flecos, el piso de la pieza era de tierra endurecida, eso tornaba más helado el ambiente en la estación invernal, el cuarto lucía limpio y ordenado, antes de barrerlo la vieja lo rociaba con agua y luego pasaba la escoba. No había ventana, la luz natural entraba por la puerta que siempre estaba abierta. Cada cónyuge tenía su pieza individual, hacía años que doña Lastenia dormía sola, “a ese viejo yo no lo admito en mi cuarto, a mí me gusta dormir sola”, le oí decir más de alguna vez refiriéndose a su marido. Y en eso la veterana era terminante, no obstante ese matrimonio rancio que debe haber llegado a las bodas de oro, se llevaba bien, tengo la impresión de que no había peleas entre ellos.

El hijo mayor de doña Lastenia, Jorge, un día, hace muchísimos años, salió del pueblo y nunca más volví a verlo. Maringo, luego de trabajar en el norte grande, retornó después de mucho tiempo con algún dinero que invirtió en un taxi, y al parecer en ese auto perdió la vida en un accidente. La última vez que estuve con El Nata me dio un abrazo y conversamos largamente en una mesa llena de botellas de cerveza de la que no probé un sorbo y en ese momento se me ocurrió que nada cambiaría, que él se quedaría rodando por esa calle de arriba abajo, montado en bicicleta, y que así mismo yo lo vería cuando retornara al pueblo.

Pero fue la tortilla, Norma. El recuerdo de la tortilla de rescoldo lo que me trajo tu evocación. La tortilla que me hizo doña Lastenia para el viaje de regreso. La que compartí en el camino con mi amigo René, que se perdió en la vida plástica, extraviado en las cosas materiales. Ese amigo con quien nunca llegamos a cambiar la amistad por un par de calzones de mujer. En el desierto peruano, bajo un árbol de espinos para guarecernos del sol achicharrante, comimos los últimos trozos de esa tortilla cuando completábamos seis días de manejar el jeep. Y los puñados de pasas con unos sorbos de agua que jamás habría podido dejar de ser tibia. Anduvimos miles de kilómetros por carreteras interminables, con arenas que se extendían hasta el horizonte, con pueblos desolados, cementerios fantasmas con tumbas silenciosas y nombres en inglés que aparecían bruscamente en esa inmensidad caliente. No se veía un alma, sólo senderos polvorientos a lo lejos, el aire que respirábamos se sentía seco y angustioso como los recuerdos. Como los pensamientos de este instante.

¿Qué estarás haciendo, Norma? ¿Qué estarán haciendo los muchachos en ese país largo como la incertidumbre? El Waldo estará ayudando a amasar el pan a su madre, doña Luisa, que una vez que haya cobrado forma pondrá las grandes bandejas de lata repletas en el horno caliente con la leña que sacarán del bosque que era de mi viejo nonagenario, que llegó al límite de su existencia junto con la muerte de su huerta. Un día fue la mejor de Punitaqui, de ese pueblo y su calle con la forma de una letra S mal trazada, al norte de Chile. Decenas, cientos de árboles frutales variados de los que no quedaron ni las raíces. Casi dos hectáreas de tierra que hoy lucen desnudas y resecas, al fondo lo único que hay es un pequeño bosque de eucaliptos que por mucho tiempo dieron la leña para el horno del Waldo. Mi viejo, sumergido en la amnesia senil, a veces creía que todavía existía la quinta que en cada verano se llenaba de frutas y decía: «si quiere duraznos, vaya y saque del huerto tres, damascos hallará en el uno y si desea uvas, hay mil quinientas plantas en el sector cinco». Entonces se mostraba atento con el visitante y parándose con los pies metidos en sus zapatos viejos, lo obligaba a acompañarle para enseñarle sus tesoros frutícolas. Ahí era cuando despertaba a la realidad y empezaba a preguntar quién arrancó los árboles, qué pasó con la huerta. Que así mismo estaba la propiedad, sin nada, hace cuatro décadas cuando la compró en ochenta mil pesos y que el pino gigante que hay en el patio junto a la casa tenía noventa años como él, que se caería cuando él muriese porque él fue quien lo había plantado con El Tonto Huerta. Chiquito estaba cuando el tonto le pidió en su media lengua que le ayudara a hacer el hueco para poner la planta. El Tonto Huerta, que cuando pasaba por la calle y era molestado por los niños, corría tras ellos sacando un cuchillo viejo y oxidado, completamente romo, que ocultaba entre sus ropas y los amenazaba con caparlos. Todo terminaba en risotadas y los muchachos volvían a esperarlo al día siguiente para repetir la escena. Mi viejo deambulaba por la casa que cumplió años ciento cincuenta veces y exclamaba metiéndose las manos de dedos gruesos en los bolsillos: «ya no tengo nada. Estoy muy pobre». Y se quedaba dormido en su silla de playa, roncaba dando pequeños resoplidos.

Un día, mi viejo no amaneció, Norma, yo estaba a miles de kilómetros. Su agonía fue larga, durante nueve meses se pasó postrado en una cama. Le daban de comer, lo limpiaban. Su mente estaba blanca, ni siquiera sonreía. Tampoco podía leer, algo que siempre le había gustado. Daba la sensación de que sus pequeños ojos cafés no podían fijarse en ningún punto. No hablaba, su voz había enmudecido hacía tiempo con un ataque de apoplejía, como si el destino lo hubiese condenado, como si le negara el único entretenimiento que tenía cada tarde con sus vecinos más allegados: la posibilidad de charlar. Y tal vez lo que más le agradaba era hablar de antiguos pasajes donde había sido el gran protagonista. O simplemente transmitía lo que se quedó en su memoria cuando el pueblo de la sola calle polvorienta hablaba en su propio lenguaje, y acumulaba historias para los nietos o bisnietos de los longevos.

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