Me acuerdo que el hombre derramó unas cuantas lágrimas. Sentí que eran puras, Norma. Se le cayeron humedeciéndole el rostro, las dejó escapar libremente sin cohibición alguna.
A veces, cuando me sumerjo en el pozo insondable de los recuerdos, en medio de las nostalgias que parecen llamar a una lluvia triste, hay nombres que se escapan de la memoria. Otros, emergen como desde un abismo profundo donde jamás podrá alcanzar la luz, pero igual llegan.
Punitaqui siempre ha estado rodeado de cerros, Norma. Cerros por todos lados, algunos parece que se irán encima del pueblo, otros, simplemente están más lejos, pero igual forman parte del paisaje. Nuestra tierra es un valle, “único, nada como Punitaqui”, decía mi amigo René cuando lo recordaba, cuando luego del último viaje nos metíamos a la selva y pensábamos en todo lo que había quedado atrás.
Quienes conocieron la historia siempre dijeron que el hombre era un viejo minero, Norma. De aquellos que pueden hermanarse con las profundidades de la tierra sin conocer el miedo y si lo tienen, lo cambian por la resignación, saben que su mundo es la oscuridad sin necesidad de ser dráculas.
Los cumpleaños en Punitaqui siempre fueron un día especial. Eran parte de las ilusiones infantiles, Norma. Cuando se me vienen a la memoria, inevitablemente surgen dos nombres: el Chato y el Samy. Dos nombres para dos amigos inolvidables de la infancia con quienes compartimos hermosos episodios y juegos, forman parte de los recuerdos que jamás han sido derrotados por los años.
Ese Pato Pastén!, lo siento inolvidable, Norma. Y no se llamaba Patricio, su verdadero nombre era Segundo, así lo conocí. No lo vislumbro en alguna de las salas de clases de la escuelita, creo que él –si es que completó la primaria, tengo la idea que sí- terminó unos cuantos años antes la etapa escolar.
Esa calle dice de evocaciones, Norma. De épocas que pertenecieron al tiempo. Yo sé que Punitaqui ya no es el mismo, pero sigue siendo nuestro y ese pueblo nuestro, para nosotros es y siempre será diferente.
El hombre llegaba en cada atardecer para sentarse en la misma vereda,
justo en la casa de don Humberto Rojas, el almacenero que siempre
estaba a la expectativa detrás del mostrador, ávido de clientes, así
lo conocí, Norma. Entonces, acaso yo habría alcanzado los cinco años,
cuando apenas era una gota, tú ni siquiera nacías.
La mujer vino del campo, Norma. Llegó al pueblo un día cualquiera y nadie reparó en ella. Irradiaba timidez, humildad campesina. Posiblemente traía un atado de ropa metido en un saquillo de color blanco con la boca bien amarrada para que no se fuera a perder nada.
Los recuerdos son los recuerdos, Norma y siempre permiten viajar hacia lo retrospectivo. En cuarto curso de preparatoria me regalaron a “Bonzo” y evocar la historia de mi perro me transportó a unos pocos años antes, plena infancia, cuando luchaba por aprender a escribir y leer. Entonces el panorama era muy diferente.
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